A propósito de Cortázar

Hace 98 años nació aquél funesto escritor que le quitó el orden a la tiranía de la realidad y descompuso al ser humano entre cronopios y famas, como si no fuera suficiente problema pensar a las personas en términos de vecinos, camaradas o farsantes.

¿Se puede vivir sin leer a Cortázar? ¡Por supuesto que se puede, pero ésa no es vida! Dirían algunos. Yo me reservo -un poco-, Cortázar no es ningún dios ni llega a los talones de un semidios, en cambio, puede decirse que es un relámpago en medio de una lluvia «que vos no elegís».

Su tarea no es sencilla: encarnar las cosas invisibles, las ideas que «caen a la tierra como palomas muertas». El lenguaje, que ya es suficientemente conflictivo como para caminar tranquilamente por la calle: «La coincidencia del nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie».

O el llamamiento al mundo entero por crear una nueva raza, la de los escribanos: «los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas».
Pero también el amor y sus poemas casi desapercibidos que se ocultan como gatos entre sus líneas más solmenes: «Yo diré: Ya es muy tarde. No me contestarán ni mis guantes ni el peine, solamente tu olor, tu perfume olvidado como una carta puesta boca abajo en la mesa… Y diré, ya es de noche y estaremos de acuerdo, oh muebles, oh ceniza».

A pocos años de cumplir un centenario en el que seguramente se reconocerá a Cortázar como uno de los grandes de la literatura, se pondrá de moda nuevamente, se venderán libros y se discutirá su obra en los cafés literarios y congresos académicos. Parece legítimo reclamar, igual que aquél muro solitario: "Volvé, Cortázar, volvé. Total, ¿qué te cuesta?



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