El amor, la trascendencia y otros bichos
Todas
las unidades de la experiencia contienen un mínimo de necesidad de
trascendencia nos dice Koselleck. Si recuperamos la tesis matemática de la
trascendencia aplicada a la teoría de los números, encontramos que lo trascendente se aplica a todos aquellos
números «irracionales» que no pueden ser abarcados por el sistema de
«numeración» común a los números algebraicos. Es decir, los números que se sabe
que existen, y que de hecho son fundamentales para muchas operaciones
matemáticas, pero que no pueden ser aprehensibles por la numeración. Esta
referencia a la teoría numérica nos permite entender el otro significado de la trascendencia: la propiedad de exceder los
límites. Y de qué límites estamos hablando, pues sobre todo del espacio y del
tiempo.
El
amor es sin duda una de las principales unidades de la experiencia en el
acontecer de la historia vital de cualquier ser humano, ya en contra o a favor
de las prenociones propias del concepto. Es a la vez un evento que irrumpe
inesperadamente en el transcurso de la biografía; una recurrencia continua en
el depósito de experiencias humanas; así como un acontecimiento que trasciende
los límites del espacio-tiempo, es decir, «que sobrepasan la experiencia de los
individuos y generaciones». Estas propiedades de unicidad, recurrencia y trascendencia no son otra cosa que la
determinación tempo-espacial que atraviesa toda experiencia del amor.
Para
ser más claro, tomaré prestadas dos categorías antropológicas de análisis que
Koselleck aplica a los conceptos históricos: espacio de experiencia y horizonte
de expectativa. Mutatis mutandis,
al igual que en los conceptos de la narración histórica, el amor es una noción
cargada de sentido con referencia en el pasado y en el futuro. Esta vinculación
hace «avanzar» la definición del concepto y lo configura, de hecho. Produce narrativas
amorosas, las metáforas con que interpretamos nuestra experiencia inasequible,
y en el límite, muda. A la manera del espejo que sirve de mediación entre Perseo
y la Medusa.
Esto
es, que el amor no puede librarse, teóricamente, de su espacio de experiencia: de cómo nos ha ido en la feria –la praeteria de Agustín–; ni de su de su horizonte de expectativa, o sea, la esperanza
de que «la felicidad se encuentra detrás de una montaña que tendrán que escalar»,
que así es como Nietzsche entendía uno de los impulsos por la historia.
Por
supuesto, la acción del amor solo se
lleva a cabo en el presente. Pero éste es un presente dialectizado. En él
echamos a andar las historias previas, con las que calificamos y evaluamos el
hoy, el ahora; y las expectativas de un futuro probabilístico, el cómo será
mañana. En consecuencia, el sujeto amoroso es a la vez tres sujetos: el del
pasado, que resignifica con los símbolos de su ayer; el del futuro que prescribe
respecto del horizonte que supone; y el del presente saturado, la experiencia catártica que purifica los dos anteriores
aprehensiones.
La
condena puede ser fatal para los viejos (de experiencia). «La arrogancia de la
edad puede conducirnos a la ceguera» dice Koselleck con certeza. Y
desperdiciar, bajo el argumento de la acumulación, cualquier experiencia nueva.
El amor entonces es nuevo solo la primera vez, y cuando recurre en la
experiencia se transforma en un depósito, un patrimonio finito para codificar
el mundo de vida. O, nuevamente, el espejo para mirar de frente a la medusa,
sin convertirnos al paso, en efigies calcinadas por la piedra.
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