El arte de quejarse

Quejarse es muy sencillo, sólo basta alzar la voz, hacer una mueca molesta o convalidar violentamente la protesta ante el otro. Uno aprende a quejarse desde la infancia. El llanto es el primer recurso que adquirimos para expresar el malestar del cual somos presa. Después, también consumamos la histeria como herramienta para lograr nuestros objetivos, aunque ésta sea más bien una perversión de la legítima posibilidad de queja.

El malestar puede ser dirigido contra una persona, contra un grupo de personas, contra una idea, contra un sistema o contra un modo. Es decir, todo es susceptible de protesta. Es común escuchar lamentarse por las condiciones económicas del país, por la calidad de un producto, por las consecuencias de una ideología, por las repercusiones de una actividad o por la codependencia de una relación afectiva. De facto, la queja o protesta es una actitud exclusiva de la raza humana para solventar los vacíos del discurso y de la acción colectiva.

Los actores sociales han legitimado a tal grado la queja como una acción individual y la protesta como una acción colectiva, que hay grupos formados y organizados bajo el argumento particular de la expresión de malestar. Los movimientos sociales son en esencia la alta concentración del argumento contra el discurso de la estructura dominante. Una expresión que contiene las energías de zozobra de una mayoría inconforme.

Pero si hay protesta es porque existe un otro actor representante del poder. Figura directa o simbólica que encarna la represión de la acción del otro. La opresión es facultada por un concilio: una venta de esclavos, un matrimonio, una constitución política, una promesa de seguridad, un contrato laboral, una relación parental, etc. Cualquiera que sea el caso, la sumisión tiene una frontera establecida en el propio acuerdo. Los gobiernos, por ejemplo, tienen el legítimo uso del poder para extraer recursos del pueblo y hacer uso de la violencia coercitiva, así como administrar y gobernar (tiránicamente o no) con la promesa de salvaguardad la integridad colectiva.

Sin embargo, al mismo tiempo en que se han desarrollado los mecanismos de rebeldía, también se han superpuesto los procesos de represión del malestar desde todos los flancos. La religión descarta la abdicación y la herejía asegurando que en «la otra vida» serás premiado con creces. El gobierno reprime la protesta criminalizándola. Las relaciones microsociales se han vuelto intolerantes antes la queja. E incluso el sistema capitalista ha derogado el malestar a los «organismos institucionales» de quejas, como procuradurías y secretarías de atención a clientes. -Si quieres quejarte que no sea con nosotros.

La administración conveniente de la energía social de protesta, subsume la conciencia libertaría y somete el espíritu de emancipación del sujeto que Camus definió como el hombre rebelde: «Un esclavo que ha recibido órdenes toda su vida, de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato». Hasta donde describió Marx y la escuela de Frankfurt -posteriormente, el peligro latente de un hombre despojado del arte de la queja es la alienación de un sujeto inerte, un individuo sin libertad siquiera para pensar.

En tales condiciones, la máxima aspiración de un sujeto -sin protesta- es ganar lo suficiente para hacerse de la tumba propia un día antes de morir.

Columna 30/jul/2010

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